El general tenía un gran ejército
con soldados muy rubios y valientes,
y tenía un negro de sirviente,
y pistolas de cachas con diamantes.
Un perro policía y desafiante
que dormía con él en la campaña.
El general amaba a una princesa
que siempre estuvo lejos y sonriente
rodeada de los lujos de la corte
mientras él, muy triste, en la batalla
trabajaba de experto combatiente.
El general jamás hizo preguntas
ni distinguió culpables de inocentes
y siempre defendió con sus infantes
los bienes y las tierras de sus reyes.
El general endiosó su ideología
y se opuso a las demás hasta su muerte;
jamás ganó una guerra miserable
y llegó a viejo militar, condecorado,
con el peso de sus años en la espalda
y el de todas las muertes en su mente.
Jamás hizo un disparo en el combate
ni nunca mató a nadie con su sable.
Pero sembró el terror en sus campañas
en contra de unos pocos insurgentes
que peleaban con azadas y con palas
y que en nombre de la Patria y de los Hombres
se murieron bajo bombas y cohetes.
El general tuvo fama de asesino
pero esto nunca fue justificado
porque sólo ordenó se diera muerte
a dos pobres, un negro, un ignorante
cien curas, veinte indios, diez cantantes,
doscientos actores militantes,
cien amas de casa, un escribiente,
tres judíos, un coreano, un boliviano
dos grandes hacendados, un banquero,
dos traidores (un cabo y un teniente)
más o menos quinientos lustrabotas,
un poeta, un florista y un gerente.
El general se murió decentemente
a una edad un tanto razonable.
Llovieron las loas a su nombre
y fue enterrado muy cristianamente.
Algunos despreciables difamantes
dijeron: «El general era un demente»;
pero nadie discute que la gente
lo guarda entre los dignos de respeto.
Hasta hicieron una estatua que lo muestra
apuntando con su espada hacia el poniente.
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