martes, 17 de enero de 2012

Altri Tempi - Ana Emilia Lahitte


Las salas enfundadas como inmensas corolas. y  un secreto soleado:
el país de los patios. (Se decía glicina, heliotropo, diamela,
como ahora se dice ADN, sidaico). Aquel cielo privado
con chicos y canarios y huertos y murales de macetas pintadas
era de veras cielo. (Entonces, lo ignorábamos).
Nunca imaginamos que lo fuese, hasta ahora, en que hemos
cumplido nuestros propios infiernos). Aquellos cielos
bajos, a ras de tierra, humanos. Todavía a salvo. Allí donde ser niño
era  tener abuelos en la casa y amarlos,
dejándolos vivir libres de vaciaderos de viejos:
adiestrados espectros que siempre se demoran demasiado
en morir y dejar limpio el mundo,
que ya no tiene patios, ni destino, ni tiempo.

Ser niño era pedirles que nos dieran la mano, porque teníamos miedo.
Y volver a pedirles que nos contaran cuentos  (que eran verdad,
ahora lo sabemos) Y llorar junto a ellos penitencias y encierros:
“había que educarnos”... (Se decía señor y plegaria
respeto, con limpio olor a incienso y a sopa obligatoria,
a almidones y ungüentos).
Se decía Maestro, y en el cuaderno único cabía el universo.
El padre, con arrestos de patriarca doméstico, “tenía autoridad”
y la madre dulzura, por amor o por tedio.
Lo cierto es que la casa nunca estaba vacía
(la mesa familiar, otra inútil reliquia) y la abuela, el abuelo
-una especie de puerto del buen regreso-
eran sencillamente viejos: con todos los derechos a morir
en su casa, en su cama, en su llaga, en su pulso, en su tiempo.
Sin adiós intensivo. Sin pactos terminales de abandono y silencio.
En fin, sólo fantasmas de cielos y otros tiempos.

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