Mordía los lápices
y no tenía trabajo
sino vocación
un cajón del ropero
con papeles escritos
para alimentar al monstruo.
Cuestión que era
como fruta fresca.
Yo la seguía porque guardaba
las cosas que no me contaron
y de noche
metiendo el océano en cacerolas
empujaba la marea
hasta la mañana siempre ahí.
Después del solsticio
ya no quedaban
trenes por asaltar
maneras de maltratarnos,
y como dándose cuenta:
—Nunca es lo mismo cuando amanece.
Nadie es inocente
pensé en catalán
olvidando el valle
como esas cosas
que uno deja en los bolsillos
cuando entra vestido a la ducha.
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