Que sencillo era amarte,
vida,
cuando me veía llorando a carcajadas
el tiempo escurridizo
entre las grietas de la piel.
¿Qué hubiera
advertido mi tristeza?
El césped olía sublime
y la inmensa palmera
me gobernaba.
A mí,
y a mis pensamientos
que se estancaban
en las líneas estrechas de las hojas
del guayabo,
como vagabundos inmersos en el hedor
de los callejones polvorientos.
¿Qué hubiera podido destrozar mi cráneo,
y despertarme del ensueño?
El tiempo no se detuvo,
el tiempo es lo que ahora cargo
apesadumbrada,
cuando me observo, en el antes,
olfateando la visual extensa del éter
mientras los frutos podridos
se agolpaban en mis ojos
pariendo larvas
blancas,
sedientas de carne podrida.
Yo putrefacta,
y el cielo y el aire,
y mis pensamientos,
cavando su tumba
en la pulpa de las guayabas caídas,
rojizas,
descuartizadas por el golpe duro
contra el suelo rígido.
Que fácil era amarte,
vida.
En el aire, el viento
no existía arrastrando las hojas muertas
del otoño;
como existe ahora el tiempo frente a mí,
arrasando conmigo
entre su sonrisa
agobiante.
Me espera,
y mece mi ser
en sus brazos inquebrantables.
Me succiona,
me suprime,
me penetra como la daga punzante
que escribe mi presente con sangre,
y se ríe
de que dejaré de amarte,
vida,
como te amé en aquellos días
en que el calor de los rayos solares
no cauterizaba mis poros,
abiertos al oxígeno de la atmósfera
descontaminada.
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