La hojarasca crepita como una fogata angelical ante cada paso del viento. Los violines como ninfas vestidas de gris. Sidra destilada por los dioses del norte, árboles que se acuestan a dormir la siesta para soñar con selvas. La lluvia con sabor a mate amargo, con la textura de una ventana, con los ruidos de una ciudad de plomo. Todavía el cielo es amigable. Pero el verano es cenizas. Y la resurrección pende de otro concierto no escrito aún.
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