La mazamorra, ¿sabes?, es el pan de los pobres,
la leche de las madres con los senos vacíos,
-yo le beso las manos al Inca Viracocha
porque inventó el Maíz y enseñó su cultivo-.
Sobre una artesa viene para unir la familia,
saludada por viejos, festejada por niños,
allá donde las cabras remontan el silencio
y el hambre es una nube con las alas de trigo.
Todo es hermoso en ella: la mazorca madura,
que desgranan en noches de viento campesino,
el mortero y la moza con trenzas sobre el hombro
que entre los granos mezcla rubores y suspiros.
Si la prefieres perfecta busca un cuenco de barro,
y espésala con leves ademanes prolijos
del mecedor cortado de ramas de la higuera
que en el patio da sombra, benteveos, e higos.
Y agrégale una pizca de ceniza de jume,
la planta que resume los desiertos salinos,
y deja que la llama le trasmita su fuerza
hasta que asuma un tinte levemente ambarino.
Cuando la comes sientes que el Pueblo te acompaña
a lo largo de valles, por recodos de ríos,
entre las grandes rocas, debajo de cardones
que arañan con espinas el cristal del estío.
El Pueblo te acompaña cada vez que la comes,
llega a tu lado, ¿sabes?, se te pone al oído
y te murmura voces que suben a tu sangre
para romper la niebla del mortal egoísmo.
Porque eres uno y todos, comiendo el alimento
de todos, en la fiesta del almuerzo tranquilo;
la Mazamorra dulce que es el pan de los pobres,
y leche de las madres con los senos vacíos.
Cuando la comes sientes que la tierra es tu madre,
más que la anciana triste que espera en el camino
tu regreso del campo, la madre de tu madre,
-su cara es una piedra trabajada por siglos-.
Las ciudades ignoran su gusto americano,
y muchos ya no saben su sabor argentino,
pero ella será siempre lo que fue por el Inca:
nodriza de los pueblos en el páramo andino.
Antonio Esteban Agüero - Obras Completas, 1987
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